Todos los años para esta fecha, me pasa más o menos lo mismo. Sucede a medida que se va acercando el invierno, y el cuerpo pide más abrigo. No se trata sólo de un cambio de hábitos. Supongo que a todos nos tira más quedarnos en casa un sábado a la noche: película y chocolate matan cualquier salida cuando afuera la temperatura no llega a los 8 grados. Pero no es sólo mi tendencia a invernar en mi cueva, es algo más.
El descenso de los grados es directamente proporcional al afloramiento de recuerdos que creo olvidados, hasta que, de golpe, aparecen todos juntos. Y todos tienen que ver con la misma época y con la misma persona. Es como una negación interior (e inconsciente) de soltar una parte de mi vida en la que fui muy feliz. Entonces cierro los ojos y aparecen imágenes, totalmente vivas, tardes de invierno allá por el 96. Me veo con mi uniforme impecable, rodeada de mis compañeros de secundaria, en la puerta del colegio esperando para entrar, en algún recreo planeando alguna de nuestras maldades o estudiando para algún examen que en esa época parecía imposible de aprobar. Me veo también en mi casa, viviendo con mis padres, mucho más jóvenes que ahora, aconsejándome, guiándome y retándome, como todavía lo hacen. Y también me veo con él, en su auto, en su casa, en sus brazos, en su cama.
Todo en esa época era perfecto. Sin saberlo, estaba completamente feliz. Después, simplemente crecí. Vinieron etapas diferentes y no por eso menos lindas. Pero ya las cosas no fueron ni tan simples ni tan fáciles. Será que aprendí, a fuerza de golpes, que no toda la gente tiene buenas intensiones, y que no todos los que se dicen amigos están en las buenas y en las malas. Aprendí lo que son los problemas económicos, aprendí que se siente cuando te rompen el corazón en mil pedazos.
Cierto es que el tiempo cura todo, pero también es cierto que si curé es porque tengo memoria selectiva: cuando me acuerdo de esas épocas sólo rescato la parte buena. No logro acordarme de la angustia que me provocó salir de la adolescencia. Simplemente me quedan los buenos momentos, la risa, los abrazos, los besos, que todos los años, finalizando abril, se me vienen inevitablemente a la mente, y me imprimen esta sensación, mezcla de añoranza con melancolía.
El descenso de los grados es directamente proporcional al afloramiento de recuerdos que creo olvidados, hasta que, de golpe, aparecen todos juntos. Y todos tienen que ver con la misma época y con la misma persona. Es como una negación interior (e inconsciente) de soltar una parte de mi vida en la que fui muy feliz. Entonces cierro los ojos y aparecen imágenes, totalmente vivas, tardes de invierno allá por el 96. Me veo con mi uniforme impecable, rodeada de mis compañeros de secundaria, en la puerta del colegio esperando para entrar, en algún recreo planeando alguna de nuestras maldades o estudiando para algún examen que en esa época parecía imposible de aprobar. Me veo también en mi casa, viviendo con mis padres, mucho más jóvenes que ahora, aconsejándome, guiándome y retándome, como todavía lo hacen. Y también me veo con él, en su auto, en su casa, en sus brazos, en su cama.
Todo en esa época era perfecto. Sin saberlo, estaba completamente feliz. Después, simplemente crecí. Vinieron etapas diferentes y no por eso menos lindas. Pero ya las cosas no fueron ni tan simples ni tan fáciles. Será que aprendí, a fuerza de golpes, que no toda la gente tiene buenas intensiones, y que no todos los que se dicen amigos están en las buenas y en las malas. Aprendí lo que son los problemas económicos, aprendí que se siente cuando te rompen el corazón en mil pedazos.
Cierto es que el tiempo cura todo, pero también es cierto que si curé es porque tengo memoria selectiva: cuando me acuerdo de esas épocas sólo rescato la parte buena. No logro acordarme de la angustia que me provocó salir de la adolescencia. Simplemente me quedan los buenos momentos, la risa, los abrazos, los besos, que todos los años, finalizando abril, se me vienen inevitablemente a la mente, y me imprimen esta sensación, mezcla de añoranza con melancolía.